lunes, 31 de mayo de 2010

En el cielo del celuloide

A Stanley Donen no se le ocurrió otra cosa que cantar y bailar el "Cheek to Cheek" cuando recibió su Óscar honorifico a toda una carrera dedicada en gran parte, precisamente, a cantar y bailar o, al menos, a hacer que todos aquellos que disfrutamos de su cine coreáramos, tarareáramos o bailáramos (intentásemos mejor dicho) las canciones que acompañaban a alguna de sus escenas más emblemáticas.

En su discurso de agradecimiento continuó explicando el porqué de su premio, la causa de que el mundo del cine tuviera un concepto benévolo de su trabajo. No era otro el motivo que el haberse rodeado de grandes guionistas, compositores y, por supuesto, actores.
Si bien todo lo que dijo es cierto no se puede menospreciar a este autor que comenzó su carrera como bailarín y coreógrafo, que se inició en el mundo del cine a través del musical de la mano de otra leyenda, Gene Kelly, y que traspasó ese género para regalarnos brillantes comedias románticas, tragicomedias, adaptaciones de novelas legendarias, cine de suspense e incluso, para su desgracia, ciencia ficción. 

Aunque su género favorito fue por supuesto el cine musical con obras maestras como Un día en Nueva York, Bodas reales, Cantando bajo la lluvia, Siete novias para siete hermanos o Una cara con ángel en las que tuvo el placer de dirigir al enérgico Gene Kelly, al elegante Fred Astaire, a su mejor pareja de baile Ginger Rogers, o a la dulce e inolvidable Audrey Hepburn, dos películas ajenas a dicho género destacan como obras maestras que, en principio, nada tenían que ver con éste, aunque guardaran un vínculo especial con la comedia más pura y clásica. No estaban acompañadas de números musicales, sin embargo sí lo estaban de la cálida melodía del maestro Henry Mancini.

La primera de ellas fue Charada (1963). Cary Grant y Audrey Hepburn protagonizan esta encrucijada de misterios entorno a un cádaver, 250.000 $ perdidos, asesinatos, secundarios de lujo, y todo ello envuelto en un guión ágil, rápido, adornado de ironía y buen humor, con giros continuos en la trama y un final teatral que convierten a este film en el regalo de Stanley Donen al espectador más cercano al genial Hitchcock.

Más tarde rodó en 1967 Dos en la carretera. El amor, el matrimonio, la convivencia, la monotonía, el engaño, el desamor, y regreso al amor. Guia ejemplar sobre la pareja en todas sus fases vista a través de los ojos de una pareja (espléndidos Albert Finney y Audrey Hepburn) durante tres viajes por la Bretaña francesa intercalados en una narración repleta de saltos en el tiempo en todas las direcciones que desmenuzan con un tono melancólico pero también con una mirada tierna todos los recovecos de la relación amorosa. Una de las mejores comedias románticas de la historia.



Quizás tuviera razón el modesto Stanley Donen al recoger su premio, quizás el mérito era de todo aquél que le rodeó en sus producciones, o, quizás nadie nos ha dejado decenas de escenas que permanecen en el recuerdo de todo buen aficionado al cine, o quizás nadie ha desgranado la pareja como él lo hizo o tal vez nadie nos ha sabido conjugar el misterio y la comedia como él la combinó, o, quizás, cuando vimos bailar y cantar a Fred, Ginger, Gene, Frank o Audrey nadie consiguió que estuviéramos en el cielo del celuloide.  

sábado, 8 de mayo de 2010

Ríos de Cine

En el lejano Oeste, el río marca un cruce de caminos, las lindes de una extensión territorial protegida ante cualquier ataque enemigo, las fronteras de un Estado defendido por la caballería del ejército o el inicio de un camino y el comienzo de un sueño. Y al otro margen del río, un territorio inhóspito lleno de cuatreros, tribus indias, y nido de los pistoleros más rápidos de ese lado del río, por supuesto, en la otra orilla, otros tantos tan veloces con el revólver dispuesto a batirse en duelo.

En el western cinematográfico, la figura del río significó todo lo antedicho pero también dio nombre a cuatro clásicos del género: Río Rojo, Río Grande, Río Bravo y Río Lobo, tres de ellas dirigidas por el maestro Howard Hawks y una por el genio John Ford.  

Río Rojo (1948). Howard Hawks inicia su trilogía sobre western y ríos - continuaría con Río Bravo y Río Lobo - con esta aventura que nos narra el viaje de un hombre (Wayne) y un muchacho (Montgomery Clift). Nos cuenta la eterna historia del maestro y del alumno, y de la lucha por la supremacía, homenajeando al mismo tiempo a los emprendedores, a los pioneros que se lanzaron a la conquista del Oeste. A pesar de que el desenlace es algo atropellado todo lo acontecido con anterioridad, las grandes escenas del rebaño cruzando el Río Rojo, la estampida, la gran interpretación de Wayne como el obsesivo, rígido y estricto ganadero Dunson - John Ford llegó a decir después de verle en este papel: "Nunca pensé que este hijo de puta supiera actuar"-, el carisma de Walter Brennan, la historia de la ambición y el sacrificio de una vida, hacen de esta película una de las grandes odas al estilo de vida vaquero. 


Río Grande (1950). La sabiduría narrativa de John Ford nos cuenta bajo las faldas de Monument Valley esta historia clásica de reencuentros de una familia desintegrada por la guerra que se da una segunda oportunidad en una aventura llena de peligros aderezada con los entrañables secundarios habituales en las películas de Ford, el formidable Victor McLaglen, John Carrol Naish en el papel del general, y los entonces jóvenes Ben Johnson y Harry Carey Jr., todos ellos rodeando a las dos grandes estrellas de la película, el inmortal John Wayne y Maureen O´hara quienes repetirían en otra obra maestra del genio del parche, El hombre tranquilo. A pesar de no ser la pieza cumbre de John Ford, los paréntesis musicales rompen en cierta medida el ritmo del relato, la sencillez del relato hacen de esta historia un ejemplo más del buen hacer del director.

Río Bravo (1959). Howard Hawks reunió en la pantalla a un elenco inolvidable para rodar la historia de un sheriff que debe defender su cárcel de un terrateniente que intenta sacar de la misma a su hermano acusado de asesinato. Film cuya fórmula dio lugar a diferentes versiones posteriores, con algunas variaciones, de la misma historia rodadas incluso por el propio Hawks - Río Lobo es una muestra de ello -. Nada sobra en este relato, ni un minuto, todo en esta historia tiene sentido, el inquebrantable sentimiento de justicia, la fuerza de la amistad, la camaradería, la redención ante el desamor, el romanticismo, y todo ello rodado en apenas cuatro escenarios. He ahí la maestría del Hawks. En cuanto al reparto, todos magníficos,  Wayne, Brennan y Dickinson, incluso la estrella juvenil de entonces Ricky Nelson no desentona, y por supuesto, genial Dean Martin en, quizás, su mejor papel en el cine. En definitiva nos encontramos ante una de las obras cumbre del Western y, por ende, del Cine. 



Río Lobo (1970). Obra póstuma de Howard Hawks que repite la fórmula que ya siguió con Río BravoEl Dorado. En este ocasión, el reparto no tiene el mismo nivel que en anteriores adaptaciones de la leyenda del hombre justiciero que no se detendrá ante nada ni nadie, aunque en esta ocasión sea otro el que lleve consigo la placa. En cualquier caso, a pesar de reconocer la historia en su discurrir, este film cierra el círculo iniciado con Río Bravo entregando nuevamente a John Wayne el papel predominante. Aunque los años y el cáncer ya pesaban en él nos vuelve a deleitar con su registro de hombre íntegro y decidido a defender lo que cree justo, repitiendo el mismo rol que en las anteriores adaptaciones, porque él no actuaba, él se presentaba tal y como era. Hawks volvió a dar muestras de su talento para contar historias de manera sencilla, convirtiendo este western con aroma de despedida en un réquiem del género al estilo más clásico.

He aquí la muestra de cuatro westerns clásicos, unidos por cuatro ríos, todos ellos sitos en el Estado de Texas, pero todos, con un denominador común, el mito del hombre del oeste a la antigua usanza, aquél que nunca atacaba por la espalda, que nunca rompía su palabra, aquél cuya fornida y alargada figura arrastraba los pies al entrar en el Saloon winchester en mano o se alejaba a través del umbral de una puerta que se cerraba, aquél cuya voz profunda y mirada cerrada destilaban serenidad, rectitud y honestidad. Aquél que fue el Duque del Cine, también llamado John Wayne, o como él mismo se definió: feo, fuerte y formal.