miércoles, 16 de noviembre de 2011

Segundos fuera

Blanco y negro. Humo y ruido ensordecedor en el pabellón. Una ingente cantidad de flashes se disparan en dirección opuesta al cuadrilátero. El campeón entra en escena. Avanza dando pequeños saltos mientras suelta adrenalina lanzando directos y ganchos al aire, y susurra “Soy el mejor, soy el mejor, soy el mejor,…”.

Encapuchado para que no se atisbe su rostro tensionado por la concentración del momento y vestido con su batín de letras doradas que anuncian su nombre y ese apodo que pretende infundir respeto a los rivales, alza la vista hacia el ring y dirige su mirada al horizonte donde se encuentra su oponente. Tras él, avanza todo su séquito, entre ellos, su entrenador y mentor, su hermano y consejero, su masajista, el silencioso hombre que guarda todos los secretos.

El campeón rodea las tablas mientras se fija en la primera fila, repleta de personajes deseados e indeseables. En un rápido vistazo puede comprobar la presencia de alguna estrella de Hollywood puesta de drogas hasta las cejas, un charlatán agente de policía, un militar que prepara una conspiración, el político conspirado, la chica del aspirante, su protector, el gángster que ha venido a comprobar que su inversión cumpla con su parte y algún que otro abrazafarolas de los anteriores. Al último que puede ver, es a ese periodista que acompaña siempre al aspirante y que ha creado una leyenda de la nada. Con pinta de saberlo todo, chulesco, se enciende un cigarro como Rick en Casablanca y le manda un guiño cómplice. El campeón sólo piensa en su hijo.

Cuando el campeón asciende los peldaños del ring los ojos de los espectadores ávidos de espectáculo se giran y se lanzan vorazmente hacia el aspirante, más fino, más atlético, incluso pareciera de otro peso, mucho más joven, y por supuesto más atractivo para las féminas, pero cuya mirada azul, pérdida e inyectada en sangre, atisba una mala educación callejera y un padre que siempre le negó el pan. Su cuello se relaja al compás del masaje de su entrenador, un viejo gruñón que creyó que nunca volvería a tener la oportunidad que se le presenta ante sus narices. Uno de sus hermanos, le mira con envidia desde la grada.
 
El speaker anuncia sus nombres, Billy, Joe, Jake, James, Micky, Muhammad, Rocky, Rocco, - que más da - y éstos retumban en el pabellón y se transforman en ondas de radio que se emiten a lo largo y ancho del planeta y van a parar milones de hogares. En casa del campeón su mujer no escucha, sólo espera impaciente. Los viejos rivales atienden expectantes deseando sus derrotas, eso sí, desde el respeto que se le tiene a un general enemigo en la mayor de las batallas. Un soldado no quiere saber nada de todo aquello pero no puede evitar la narración en el comedor de la base militar, y, en cambio, un tímido estibador maldice su suerte. Ajeno a todo, un antiguo combatiente ha vuelto a Innisfree.
 
El árbitro les llama al centro, se acercan tanto que casi pueden notarse los poros de la piel dejando paso a la incipiente barba. Chocan los guantes y vuelven a sus esquinas. Últimos consejos. Trago de agua. Suena la campana. Segundos fuera.


Este relato está basado en hechos realistas e irreales e inspirado en películas como Ali, Cinderella Man, Facing Ali, From Here to Eternity, Million Dollar Baby, On the waterfront, Pulp Fiction, Raging Bull, Rocco e i suoi fratelli, Rocky, Snake Eyes, Somebody Up there likes me, The Champ, The fighter, The harder they fall, The Quiet Man, Thrilla in Manilla, When we were kings, y tantas otras que tenían como trama ese forma de vida que es el boxeo o éste sólo era la excusa para describir la naturaleza humana y, por supuesto, un sentido y humilde homenaje al excampeón olímpico y mundial de los pesos pesados Joseph William "Smokin Joe" Frazier, apodado así porque no cerraba un entrenamiento hasta que no saliera humo de sus guantes.

Sí, Joe. Fuiste tú. Tú lo hiciste.