jueves, 4 de abril de 2013

Los amantes pasajeros, pedorretas y otras cosas del montón.

Cuando era un mocoso mi padre me hacía pedorretas para entretenerme. Yo me divertía mucho porque entonces mi nivel de sofisticación estaba a la altura de un chimpancé de los alrededores de San Francisco, de ésos que seguían a César en el Origen del planeta de los simios, de los tontos vamos. 

Mi  padre probó esa fórmula durante años con el objetivo de hacerme reír pero fue perdiendo eficacia mientras avanzaba mi niñez. De la risa pasé a la ternura que me provocaba que ese señor al que tanto quería siguiera creyéndome un inocente zagal. Un día, mi padre al verme maduro cambió su discurso al querer darme otras enseñanzas. Sin embargo, 30 años después de sus primeras carantoñas, el pasado Viernes Santo, el día en que el protagonista del Nuevo Testamento fallecía en la cruz para más INRI, mi padre intentó hacerme gracia con una pedorreta con un resultado inesperado: No me provocó risa. Ni siquiera ternura. Se dibujó en mi rostro una mueca de sonrisa congelada. De ésas que provoca la vergüenza ajena. Ésta podría ser perfectamente la sensación que me provocó Los amantes pasajeros

Pedro Almodóvar, para muchos alfa y omega del cine patrio, para otros el mismo diablo vestido a veces de Prada, ha perpetrado una auténtica patochada con su última película. La última época de su filmografía que dio comienzo con la multipremiada Todo sobre mi madre ha alternado grandes aciertos como Hable con ella o Volver y películas fallidas como La mala educaciónLos abrazos rotos o La piel que habito. Los amantes pasajeros se sitúa en un plano independiente: el de las tomaduras de pelo. 

Mientras de las fallidas obras de Almodóvar se intuía un arduo trabajo de introspección, guión, puesta en escena y preparación de personajes que por falta de inspiración o de genio no alcanzó su objetivo, Los amantes pasajeros parece haber sido escrita, producida y rodada una tarde de esas en las que nos creemos muy ingeniosos y vamos de chiste fácil a obviedad para acabar en la tontería. Nos ponemos en la situación: "Voy a ser original. Voy a hablar de la situación actual de España. Meto a todos en un avión que queda como muy representativo (Iberia y esas cosas): Al banquero estafador, a la amante del Rey, al actor en apuros. Saco uno de esos aeropuertos vacíos como metáfora de lo mal que se ha hecho todo especialmente desde la Administración. Y por supuesto, como es una comedia, vuelvo a lo que me hizo famoso en los 80: escandalizar al espectador con chistes sobre sexo, homosexualidad y drogas. Ahora llamo a 4 amigos y a 4 amigos de mis amigos y montamos un guateque en casa y la ruedo". Podría haber sido así. Y más barato. Seguro. 

Pues no. No ha colado. Por mucho Almodóvar que sea. Todo lo contrario. Se le exige más. Incluso más que a los demás. Y en esta ocasión el propio autor se ha exigido muy poco. La idea y su desarrollo, por evidente, bobo y por poco trabajado. Y los chistes porque no tienen maldita la gracia. No sé si es por falta de ídem del emisor o por desapego del receptor. Podría ser una combinación de ambas. En los 80, la referencia a la homosexualidad, al sexo o a las drogas, como imagen y dialéctica, tenía mucho de escandalosa y de divertida, por irreverente y revolucionaria. La sociedad ha evolucionado y sofisticado de tal forma que sus alusiones pretendidamente graciosas también deben hacerlo para provocar a un espectador más familiarizado con esas cuestiones. 

Por desgracia, Sr. Almodóvar, sus chistes se han quedado en los 80, como aquellas pedorretas de mi padre que entonces me hacían reír y ahora me provocarían cara de póquer. O peor aún. De dobles parejas. 

* La referencia a mi progenitor es, por supuesto, una licencia dramática producto de mi mente, tan original como las que utiliza Almodóvar en Los amantes pasajeros

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